7.5.20

El Tribunal Constitucional alemán se atreve a morder



En el año 2011, cuando el punto álgido de la crisis de deuda soberana amenazaba con barrer la moneda común, quien era a la sazón presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, anunció a la prensa que su institución haría «lo que fuera necesario»  (whatever it takes) para preservar el euro. Aquel mismo año, Radosław Sikorski —antiguo periodista y entonces ministro de exteriores de Polonia— recordaba cómo dos décadas antes, mientras entrevistaba a un ejecutivo de un banco croata, este recibió la noticia de que Serbia —otra provincia del mismo país— había decidido imprimir su propia moneda. Tras colgar el aparato, el banquero exclamó: «Este es el fin de Yugoslavia». No es de extrañar. Además de su función económica, la moneda también cumple un poderoso papel alegórico sobre la unidad de una comunidad política. De hecho, el euro estaba enumerado en el art. I-8 de la difunta Constitución para Europa, que llevaba precisamente como título «Símbolos de la Unión».

Dentro de las medidas adoptadas por el BCE de Draghi para salvar la zona del euro, se aprobaron una serie de decisiones que pusieron en marcha un programa de compra de valores públicos en mercados secundarios (PSPP, por sus siglas en inglés). Los títulos de deuda que adquiriría el Eurosistema serían —inter alia— los bonos emitidos por Estados miembros. A finales de 2019, el valor del PSPP excedía los 2,2 billones de euros (o lo que es lo mismo, 2,2 millones de millones). Durante la mañana del 5 de mayo de 2020, el Segundo Senado del Tribunal Constitucional Federal de Alemania (TCF) sentenciaba que, al poner en práctica dicho programa, la Unión Europea se había extralimitado en sus competencias (técnicamente, había realizado un acto ultra vires). Y ordenaba al Banco Central Alemán (el Bundesbank) retirarse del PSPP, a menos que, en el plazo de tres meses, el BCE emita una decisión justificando la proporcionalidad del programa. 

Lo que resulta casi más sorprendente es que, antes de emitir su pronunciamiento, el TCF se había dirigido al Tribunal de Luxemburgo, por segunda vez en la historia, con el objeto de que este analizara si las medidas adoptadas por el BCE eran compatibles con los Tratados, esto es, el Derecho originario de la UE. El resultado de esta segunda cuestión prejudicial fue el asunto Heinrich Weiss y otros, C-493/17, EU:C:2018:1000. En él, el Tribunal de Justicia de la UE resolvía que las decisiones del BCE estableciendo el PSPP eran válidas.

Con la decisión del martes pasado, el TCF ha decidido ignorar la respuesta dada por el TJUE, declarando que su sentencia constituye, también, un acto ultra vires. No es la primera ves que un alto tribunal europeo declara que una decisión del Tribunal de Justicia es ultra vires (lo hizo el TC checo en el asunto Landtová) o decide ignorar las instrucciones llegadas desde Luxemburgo (así, el TS de Dinamarca en el asunto Ajos). Sin embargo, que lo haga el Tribunal Constitucional Federal de Alemania supone un salto cualitativo, teniendo en cuenta la enorme autoridad jurídica de la que goza ese tribunal, con sede en Karlsruhe, y el gran ascendente que ejerce sobre los otros tribunales constitucionales del continente europeo. En efecto, se puede afirmar que, al tratar cuestiones de Derecho europeo, es frecuente que los jueces constitucionales busquen en el TCF el «faro» que guíe sus propias decisiones.

El argumento básico empleado por el TCF en su larga sentencia es que, al adoptar sus decisiones, el BCE no había evaluado de manera suficiente la proporcionalidad de las medidas que estaba tomando, ni sus enormes efectos sobre la política económica de los Estados miembros. Además, estimó que la supervisión realizada por el Tribunal de Luxemburgo había sido excesivamente permisiva y superficial, por lo que no había sido suficiente para convencerlo. 

Cabe señalar que, aunque es la primera vez, como decíamos, que el Tribunal de Karlsruhe decide desafiar abiertamente al Tribunal de Justicia, tampoco puede decirse que la suya haya sido siempre una relación armoniosa. Si bien el TCF ha señalado en su jurisprudencia que la evaluación de la compatibilidad entre la normativa europea y la Constitución debía hacerse en un espíritu de apertura hacia el Derecho de la Unión (Europarechtsfreundlichkeit), lo cierto es que ese pretendido espíritu ha llegado a brillar por su ausencia en más de una ocasión. 

De hecho, el Tribunal de Karlsruhe se había arrogado tres tipos de controles de constitucionalidad vinculados al Derecho de la Unión: el respeto de la identidad constitucional alemana, el control ultra vires y el respeto de los derechos fundamentales contenidos en la Ley Fundamental. La argumentación empleada por el TCF había generado más de una vez críticas aceradas por destilar una cierta arrogancia, aunque hasta ahora siempre, a la hora de la verdad, se había pronunciado por la compatibilidad entre los actos europeos y la Ley Fundamental de Bonn. Esto había llevado a algún comentarista a señalar que Karlsruhe era un perro que ladraba, pero no mordía. Nadie podrá decir eso ya. 

Si bien es cierto que el TCF proclama formalmente su espíritu de amistosa apertura hacia la Unión, sus argumentaciones han sido a menudo lapidarias y han llevado a plantear serias dudas sobre los límites al proceso de integración. La sentencia del martes pasado ha supuesto la desastrosa culminación de esa tendencia. No podemos evitar preguntarnos, en tales circunstancias, sobre la legitimidad del Tribunal Constitucional Federal para establecer el rumbo de una comunidad de Derecho que reúne seis veces la población de Alemania. Es evidente que su autoridad judicial es innegable bajo el Derecho constitucional alemán, pero en nuestra opinión sería deseable que el Alto Tribunal tedesco razonara más en línea con la Europarechtsfreundlichkeit de la que dice hacer gala.

Hay, además, dos efectos indirectos que hacen que el fallo del TCF sea —aún— más preocupante, si cabe. El primero de ellos se refiere a la actual situación de pandemia mundial a resultas del brote de Covid-19 que ha asolado el mundo. Con vistas a contener la expansión de la epidemia, la mayoría de los gobiernos han decretado diversas medidas extraordinarias, incluyendo el confinamiento y el cierre de cualquier actividad comercial considerada no esencial. El efecto ha sido que la economía mundial ha sufrido un abrupto parón de consecuencias aún difíciles de medir. Para intentar mitigar, en parte, los calamitoso efectos de esta situación, el BCE ha puesto en marcha un ambicioso programa de emergencia (el PEPP). La nota de prensa del TCF —no así la propia sentencia— se esfuerza en afirmar que la decisión de Karlsruhe «no se refiere a ninguna medida de asistencia financiera tomada por la Unión Europea o por el BCE en el contexto de la actual crisis de coronavirus». Sin embargo, creer que esta sentencia no tendrá ningún efecto sobre estas medidas no es más que vana ilusión, especialmente habida cuenta de que el PSPP rechazado por el TCF estaba sujeto a unas garantías mucho más estrictas que este programa ligado a la pandemia.

Hay todavía otro efecto colateral pernicioso de la sentencia del TCF. En la actualidad, como se sabe, en varios Estados de la Unión proliferan movimientos iliberales que hacen peligrar el Estado de Derecho. Tal es el caso, por ejemplo, de Polonia, que ha puesto en marcha numerosas medidas para intentar domesticar el poder judicial y someterlo a los intereses políticos. Los jueces polacos han conseguido, hasta ahora, contener esos embates en gran medida gracias a la colaboración del Tribunal de Luxemburgo. En efecto, el TJUE se ha erigido en el último bastión de defensa de la independencia judicial en Polonia. Sin embargo, la autoridad del Tribunal de Justicia ha quedado irremediablemente minada por la decisión del TCF de ignorar deliberadamente su resolución prejudicial. De hecho, nada más conocerse la sentencia, varios funcionarios del Ministerio de Justicia polaco salieron a la palestra para afirmar airosos que la decisión del Tribunal alemán respalda su propia posición sobre la reforma del poder judicial. No serán los únicos…

Las resistencias de los tribunales constitucionales, en general, frente al proceso de integración no son totalmente sorprendentes. El principio de primacía, elaborado por el Tribunal de Luxemburgo, otorga a los jueces de la jurisdicción ordinaria un control difuso sobre las leyes nacionales, lo que va en detrimento del papel de los tribunales constitucionales, encargados tradicionalmente del control concentrado de la constitucionalidad de las leyes. Esta desconfianza puede verse reflejada, por ejemplo, en su usual reticencia a plantear cuestiones prejudiciales —salvo honrosas excepciones, como el Tribunal Constitucional belga—. 

Sin embargo, hay otra razón más que puede esconderse tras este reciente desafío al TJUE, en este caso culpa del propio Tribunal de Luxemburgo. Hablamos del decepcionante Dictamen 2/13, mediante el cual el pleno del Tribunal de Justicia utilizó una escandalosa argumentación en torno a la autonomía de la Unión, rechazando la adhesión de la Unión Europea al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Ya había advertido en otro lugar que «el rechazo a la adhesión al Convenio de Roma – ordenada por el Derecho originario— y, consecuentemente, a someterse al control del TEDH puede llevar a los jueces nacionales a preguntarse sobre su propio seguimiento a un Tribunal [el de Luxemburgo] que por su parte se resiste a ser controlado por una autoridad pacíficamente aceptada por los tribunales nacionales». En efecto, creemos que esto es exactamente lo que ha ocurrido en esta ocasión. La única vacuna contra este tipo de confrontaciones es el diálogo judicial: una deferencia mutua que permita que todos estos tribunales, superiores en su propio ordenamiento constitucional, construyan un espacio jurídico coherente, en beneficio de los operadores jurídicos y de los justiciables. La reciente sentencia del TCF va en la dirección diametralmente opuesta, y tendrá consecuencias aún difíciles de prever.






9.11.19

Treinta años de una Europa sin Muro



Hace hoy treinta años redondos que cayó el Muro de Berlín. Ese día la historia cambiaba para siempre de la manera más inesperada. La mayoría de los expertos del momento creían entonces que la reunificación alemana no ocurriría durante su vida. De hecho, la apertura misma del muro tal día como hoy ocurrió en gran medida por error. Cuando Günter Schabowski, el funcionario alemán encargado de anunciar que los habitantes de Berlín oriental podían viajar al oeste, fue interrogado por un periodista sobre cuándo comenzarían esas medidas, el portavoz del SED contestó —equivocadamente— «ab sofort», inmediatamente. En realidad, la normativa que estaba presentando tenía un periodo transitorio de varios meses.

En cualquier caso, los habitantes de la ciudad, hartos de las penurias y la falta de libertades acudieron al muro que había separado físicamente a dos partes de una ciudad y, espiritualmente, a todo el mundo, y lo derribaron con todo lo que tenían a mano.

Los hechos del 9 de noviembre de 1989 tuvieron consecuencias inmediatas. Se trataba del principio del fin del todopoderoso Imperio Soviético, tras más de setenta años de ser uno de los dos grandes hegemones que dictaban el destino del orbe. Eso hizo que en Cuba, donde vivía en aquel momento, se prepararan para comenzar el llamado «período especial», una larga etapa de depresión económica provocada por la desaparición de las subvenciones de la URSS y el recrudecimiento del embargo norteamericano. Las antiguas repúblicas socialistas de Europa del Este fueron recobrando su soberanía y, convertidas en Estados independientes, muchas echaron la vista hacia Occidente, integrándose quince años más tarde en la Unión Europea. Alemania suturaba una herida que la había desgarrado desde la caída del nazismo.

Sin embargo, a largo plazo los efectos de la caída no han sido siempre todo lo luminosos que parecían a principios de la década de los noventa. Por un lado, el líder de la Federación Rusa no ha aceptado de buen grado la pérdida de influencia de su país. En su intento de recuperar la antigua consideración de potencia mundial, no ha dudado en emplear las más sonrojantes violaciones del Derecho internacional, desde la injerencia torticera en elecciones ajenas hasta la vergonzosa invasión de la península de Crimea.

Por otro lado, la rápida adhesión de las repúblicas del Este al proceso de integración, que pretendía evitar la tentación rusa de ponerlas de nuevo bajo su égida —como luego se ha visto con Ucrania— no tuvo en cuenta el nivel de compromiso de sus gobernantes con los valores de la Unión. Hoy, el continente asiste con estupor a las derivas iliberales de Polonia y Hungría, en abierto desprecio al Estado de Derecho y una concepción muy particular del respeto a la democracia.

Alemania, el país que lo comenzó todo, también ha vivido un devenir complejo. La caída marcó la reconciliación de los germanos de uno y otro lado del telón de acero. Pero a la larga muchos alemanes se han cuestionado la necesidad de seguir sufragando a los territorios de la antigua República Democrática que, treinta años después, continúan sin alcanzar el nivel de los estados de la RFA. A nivel continental, la debilidad de una Alemania dividida contribuyó al impulso del proceso de integración y al equilibrio del eje franco-alemán. Más adelante, la fortaleza tudesca ha trastocado esa delicada estabilidad. Especialmente, durante la Gran Recesión, la inflexible y dañina apuesta por la austeridad impuesta desde Berlín no pudo encontrar una narrativa alternativa desde París. Muchos llegaron entonces a la conclusión de que Europa se dirigía desde los sillones de la Cancillería Federal y las manos de Angela Merkel.

La caída del muro es, por tanto, la herencia que tenemos hoy y el origen de buena parte parte de los desafíos a los que nos enfrentamos. No obstante, no debemos perder de vista el gran efecto positivo que tuvo aquel suceso: demostró que los muros divisores y la falta de libertades no pueden durar eternamente y nos llenó de esperanza a todos los que vivíamos privados de los derechos y libertades más fundamentales. Ese es su auténtico legado.

25.6.16

Brexit… ¿y ahora qué?




Lo que muchos temíamos se ha hecho dolorosamente realidad. La población del Reino Unido ha decidido, por un 51.9% de los votos, que su país se retire de la Unión Europea. La mera decisión ha provocado ya un pequeño cataclismo de consecuencias difíciles de medir. A primera hora del viernes la libra esterlina caía a niveles de 1985, varias bolsas mundiales sufrían fuertes retrocesos, las agencias de calificación estudian rebajar la nota crediticia de Gran Bretaña… y una ola de indignación recorría el continente europeo ante lo que se ha visto por muchos como una traición a un proyecto de convivencia en común. Esta indignación no solo ha corrido fuera de las islas británicas. Los escoceses ya han avisado de que pretenden repetir el referéndum sobre su relación con Reino Unido, y los irlandeses del norte pueden tener ahora la excusa para reunificarse con sus hermanos del sur. En el lado de lo ridículo, se sabe que «¿qué es la Unión Europea» se ha convertido en una de las frases más buscadas en Google por los británicos, tras el referéndum. 

Todas estas consecuencias imprevisibles han movido a que, mientras escribo esta entrada, más de un millón y medio de votantes anglosajones estén pidiendo al Parlamento de Westminster que se repita la consulta. Con todo, no parece probable que este vaya a ser el caso, así que lo que toca preguntarse es…

¿Y ahora qué?

Así las cosas, lo primero que debe hacerse es poner en marcha el mecanismo del artículo 50 del Tratado de la Unión Europea. Introducido en 2009 con el Tratado de Lisboa, el mentado artículo permite a cualquier Estado miembro retirarse de la Unión conforme a sus normas constitucionales. El artículo es heredero del artículo I-60 de la fracasada Constitución Europea —también mediante referéndum en su día—.  

El art. 50 establece un procedimiento específico para poner fin a la membresía de un Estado en la Unión. El primer paso ha de darlo el propio país interesado, que deberá notificar su voluntad a los demás jefes de Estado y de Gobierno reunidos en el Consejo Europeo. Los defensores del Brexit han amagado con retrasar esa notificación hasta octubre, a fin de obtener mayores ventajas en la negociación, pero los representantes de las instituciones europeas han respondido monolíticamente que, si hay salida, el procedimiento debe comenzar cuanto antes. 

Una vez producida la notificación, se abre un plazo de dos años para que la Unión negocie con el Estado miembro en vías de separarse un acuerdo que recoja los términos y condiciones que habrán de regir el divorcio. Ese plazo puede prorrogarse y, en el caso británico, no es impensable que se prorrogue, teniendo en cuenta que se trata de acabar con cuarenta años de integración. El Parlamento británico deberá acometer una ingente actividad legislativa para sustituir todas las normas que dejarán de aplicarse en el Reino Unido el día en que entre en vigor el acuerdo que consuma la separación. Evidentemente, el representante de Gran Bretaña en el Consejo Europeo y en el Consejo no participará en las votaciones de estos órganos relativas a este acuerdo.

Suponiendo que el procedimiento del art. 50 eche a andar sin incidentes, se plantean varios escenarios posibles para un Reino Unido fuera de la Unión Europea. Veamos los posibles resultados.

1. Gran Bretaña como un país tercero

Se trata seguramente del escenario menos probable. Pero si las negociaciones se enquistaran o no fuera posible llegar a una solución más satisfactoria, cabe la posibilidad de que el Reino Unido se convierta para la Unión en un Estado absolutamente tercero, tal como es hoy en día, por ejemplo, Rusia. Ese sería también el caso si las negociaciones se revelaran absolutamente imposibles y transcurriera el plazo de los dos años sin llegar a ningún acuerdo. En tal caso, las relaciones entre los británicos y el mercado interior europeo se regirían por las normas de la Organización Mundial del Comercio,  restableciendo los controles aduaneros en las fronteras entre la Unión y el Reino Unido.

2. Un acuerdo de libre comercio

La segunda posibilidad es que Gran Bretaña concierte con la Unión y sus Estados miembros un acuerdo comercial que elimine los derechos de aduana y permita a las empresas británicas operar en el mercado interior. Sería un acuerdo semejante al tan denostado TTIP que se está celebrando con los Estados Unidos de América, y que se ha enfrentado a notables resistencias por parte de la opinión pública europea. Sin embargo, el nivel de interrelación económica con un acuerdo semejante distaría mucho de la integración económica de que disfruta actualmente el Reino Unido como miembro de pleno derecho de la Unión.

3. El modelo noruego

El tercer escenario imaginable, que ha sido defendido durante la campaña por el Brexit por parte de los defensores del Leave, sería copiar el modelo que actualmente tiene Noruega —quien también rechazó en su día, una vez más mediante referéndum, entrar a formar parte la Comunidad, en contra del criterio de sus principales líderes políticos—. El modelo noruego dista de ser ideal, como advertía la propia primera ministra noruega a los británicos no hace mucho. Por una parte, Noruega recibe acceso al mercado interior con pleno derecho: las empresas, los bienes y los trabajadores fluyen libremente de un lado a otro, pero Noruega debe pagar aproximadamente lo mismo que pagan ahora los anglosajones per cápita para obtener acceso al mercado. Además, los noruegos deben aplicar las normas emanadas de las instituciones europeas; pero no pueden decir ni «esta boca es mía» cuando se aprueba esa misma normativa, al no tener representantes en el Parlamento Europeo o el Consejo. Es decir, los británicos tendrían todo lo bueno que ya tienen, perdiendo al mismo tiempo buena parte de las ventajas que conlleva ser miembro completo del club. Y el flujo de trabajadores (la temida inmigración) no se reduciría un ápice. 

4. El modelo suizo

Otra posibilidad sería copiar el esquema suizo. Suiza no forma parte del Espacio Económico Europeo —a diferencia de Noruega—, pero sí que tiene acceso al mercado interior. En este caso, ese acceso se ha materializado a través de un conjunto de acuerdos sectoriales bilaterales entre la Unión y los helvéticos. El modelo suizo tiene el grave inconveniente de que este país no ha celebrado ningún acuerdo en materia de libre circulación de servicios, lo que dejaría fuera los servicios financieros, que representan un porcentaje del PIB en Reino Unido mucho mayor que en cualquier país europeo. El problema —para los ingleses— de la libre circulación de trabajadores tampoco quedaría resuelto. En Suiza se celebró un referéndum para excluir la libre entrada de trabajadores europeos dentro de sus fronteras en febrero de 2014, pero el mandato de los electores aún no se ha cumplido, ya que las instituciones europeas advirtieron prontamente a la federación helvética que excluir la libre circulación de trabajadores haría decaer el resto de los acuerdos comerciales (mediante lo que se conoce como la cláusula guillotina). 

Bonus track: el caso de Dinamarca

Finalmente, el último modelo que cabe imaginar, aunque nadie lo ha planteado, que yo sepa, sería imitar el ejemplo danés. Dinamarca se unió a la Comunidad Económica Europea en 1973 —junto a los británicos—. Sin embargo, en 1983, otro referéndum —¿cuántos llevamos ya?— celebrado en Groenlandia, que es parte del reino de los daneses, decidió que este territorio se separara de la Comunidad, pero no de Dinamarca, lo que ocurrió en 1985. Reino Unido podría emplear una vía semejante —en este caso no se utilizaría el procedimiento del art. 50 TUE—, para excluir los territorios de Inglaterra y Gales de la Unión Europea, pero conservando Gran Bretaña el estatuto de Estado miembro de la Unión. El efecto sería que las normas de la Unión se aplicaran únicamente a Escocia e Irlanda del Norte, que han votado mayoritariamente a favor de la permanencia. Se trata de una solución imaginativa aunque, como digo, existen precedentes. No obstante, es muy difícil que se acepte una salida semejante por parte de Westminster.

Sea como fuere, es evidente que se abre un periodo de notable incertidumbre jurídica y política. La Unión ya no es, como se pensara una vez, un camino de solo ida. La solución que se adopte con los británicos será de la mayor importancia, no solo por la relación bilateral entre ambos pueblos, sino también por lo que pueda suponer de precedente para otros euroescépticos de todo pelaje que emergen por todo el continente. En cualquier caso, es hora de que los que creemos en la Unión recuperemos la ilusión por un proyecto que, con sus luces y sus sombras es la más hermosa aventura de paz que ha vivido esta vieja Europea nuestra.


15.3.16

¿Fue Rodríguez Zapatero el peor presidente de la democracia?


Rodríguez Zapatero ¿el peor de todos? Imagen de Socialdemokraterna

El imaginario colectivo es sumamente poderoso. Una de esas vívidas concepciones es la que señala que el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero fue el peor presidente que ha tenido España en su historia democrática reciente. Quiero comenzar señalando, en aras de la transparencia que nunca he militado —y probablemente nunca militaré— en ningún partido político, y que aunque me considero socialdemócrata en mi ideología personal, he votado a más de un partido a lo largo de mi vida.

Sea como fuere, para fundamentar la afirmación según la cual Rodríguez Zapatero fue el peor presidente de la democracia se arguyen consideraciones de todo pelaje. Pero las que más abundan, con diferencia, son las de carácter económico. Hay al respecto dos tipos de argumentos, fundamentalmente. En primer lugar están aquellos que afirman sin despeinarse que Zapatero negó repetidamente la existencia de la crisis y que eso provocó el desastre en el que estamos inmersos. Estoy seguro de que estas personas no han dedicado el tiempo suficiente a pensar sosegadamente lo que dicen. El premio Nobel de Economía Paul Krugman afirmó famosamente en 2012 que las políticas conservadoras se fundamentaban en lo que él llamó «el hada de la confianza». Yo no estoy ni remotamente capacitado para poner en duda las tesis de un premio Nobel, y además creo que su conclusión general es correcta —que las políticas de austeridad son una mala idea—. Lo que creo que es evidente es que los mercados son volátiles e irracionales, pero cuando aparecen sombras de duda los inversores huyen y la economía se reciente. Por eso, es una postura más que razonable que el presidente de un país no contribuya a la histeria colectiva gritando que todo se está yendo al garete. 

Esto es lo que debió haber hecho Zapatero. Según algunos, claro.

Un segundo argumento, algo más elaborado, es el que afirma que Rodríguez Zapatero no solo negó la crisis ante los demás, sino que se negó a reconocerla incluso para sí mismo y que, por tanto, no hizo nada para contrarrestarla. Esto tampoco es cierto, evidentemente. Cuando la economía global echó el freno de manera tan dolorosa en 2008, el Gobierno de España puso en práctica las recetas macroeconómicas que estaban generalmente aceptadas desde que John M. Keynes publicara su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Tales recetas consistían en aplicar medidas contracíclicas que compensaran la [contra]marcha de la economía. Aquellas medidas, conocidas como «Plan E», comenzaron a dar sus frutos y España conoció cierta recuperación paulatina. El presidente Rodríguez Zapatero, quizá con un triunfalismo prematuro, declaró que se veían ya «brotes verdes» en el yermo solar financiero, lo que provocó la inmediata burla de propios y extraños. Pero el caso es que tales brotes existían. Gracias a las medidas de estímulo, el PIB español había pasado de –4,3% en 2009 al 0,5% en 2010. Entonces llegó el austericidio.

En 2010 la economía española comenzaba a mostrar débiles signos de recuperación. Fuente: El País.

Sin duda la gestión del Gobierno socialista de una crisis sin precedentes desde principios del siglo xx no fue ejemplar. Pero lo que vino después fue mucho peor. El austericidio de factura germana y endosado por las instituciones europeas se llevó consigo el débil crecimiento incipiente y contribuyó decididamente a empeorar una situación económica de por sí mala, en lo que hoy casi todos reconocen —como mínimo en privado— que fue un grave error. Aunque la austeridad como receta no se ha abandonado oficialmente, se han puesto en marcha varias medidas de estímulo destinadas a intentar sacar a la economía de su estancamiento (la última, el pasado jueves, cuando el BCE bajó el tipo general al 0% y amplió la compra de bonos), en lo que el periodista Neil Unmack llamó una «inevitable capitulación ante la realidad».

Sin embargo, en contra del conocido exabrupto de John Carville, no todo es economía, estúpido. De manera que, ¿qué más hizo Rodríguez Zapatero? Lo primero que quiero resaltar es que, en escrupuloso cumplimiento de sus promesas electorales, el Gobierno socialista nos sacó de la Segunda Guerra del Golfo, un conflicto claramente ilegal desde el punto de vista del Derecho internacional, y contra el que el pueblo español se había manifestado enérgicamente. Por cierto que exactamente los mismos que en su día decían que en Irak no había ninguna guerra hoy admiten que en efecto la había, pero que España no estuvo en ella. Con un par. Aquella decisión fue costosa para las relaciones exteriores españolas, pero eso no detuvo al  Gobierno del país, que hizo lo correcto, en mi opinión. 

Además, tras los terribles atentados islamistas del 11-M, es significativo que un Gobierno recién electo y, por tanto, inexperto, nos evitara el común destino de los pueblos golpeados por el terrorismo, que a la barbarie añaden la sinrazón del recorte de libertades en nombre de la seguridad. España, conviene recordarlo, no cayó en esa trampa.

Por otro lado, el Gobierno liderado por Rodríguez Zapatero impulsó la aprobación de importantes leyes de avance en materia social. España dejó, así, de estar en el vagón de cola europeo gracias a varios avances sociales. Una reforma de la legislación en materia de divorcio aceleró los trámites para terminar un matrimonio no deseado y acabó con la arcaica regulación que buscaba culpables y responsables del fin del matrimonio. Una ley de plazos sustituyó la penalización del aborto salvo en tres supuestos, que había dado pie a un generalizado fraude a la ley, en el que más del 90% de las interrupciones de embarazos se producían por la indicación terapéutica en su versión de peligro psicológico para la madre. Asimismo, se aprobaron numerosas medidas contra la violencia de género que, con sus luces y sus sombras, hoy casi nadie discute. Y España tuvo el primer Gobierno paritario de la democracia.

En algo que me toca especialmente, y quiero detenerme en ello, España se convirtió con Rodríguez Zapatero en el tercer país del mundo (hoy son, por fortuna, muchos más) en aprobar el matrimonio igualitario. Fue una apuesta arriesgada, pero como se demostró luego, nuestro país se ponía del lado de la historia. No he querido detenerme en esta cuestión únicamente por lo que a mí me atañe. Algunos activistas LGTB que conozco niegan al Partido Socialista el mérito de haber aprobado el matrimonio entre personas del mismo sexo, afirmando que Rodríguez Zapatero se vio prácticamente obligado a hacerlo gracias a la lucha de los movimientos sociales. Es evidente que muchos de estos activistas, que eran escolares en 2004, no recuerdan cómo era ser homosexual a principios del milenio y la feroz oposición interna de los sectores más conservadores contra la reforma del Código Civil. Sin duda, sin la labor de los activistas que estuvieron al pie del cañón en aquellos años, y en los precedentes, aquel avance no hubiera sido posible. Pero tampoco sin la valentía del Gobierno de Rodríguez Zapatero y es de la más elemental justicia reconocérselo.

Finalmente, para acabar con este breve balance, durante las legislaturas regidas por Rodríguez Zapatero, España entró en una paz tan anhelada como necesaria, cuando la banda terrorista ETA declaró que abandonaba definitivamente la lucha armada. También sobre esto hay quienes afirman que se trató únicamente de una «casualidad» que ocurriera durante el Gobierno socialista. Otros señalan sencillamente que el ejecutivo de aquellos años se limitó a hacer lo mismo que los que le habían precedido. Pero los datos no apoyan tal hipótesis. Sin duda alguna, todos los gobiernos de la democracia han luchado y contribuido al fin del terrorismo etarra. Pero aquellos años vivieron una intensificación en la persecución contra el terrorismo como no se había visto hasta entonces, ni desde entonces, como demuestra el número de detenidos por pertenencia a banda terrorista entre los años 2004 y 2011.

Evolución del número de presos de ETA desde 1978 hasta 2015. Fuente:Wikipedia.


El ejecutivo socialista cometió numerosos y graves errores, pero la memoria colectiva ha tratado ese periodo con un excesivo rigor, injustificado en mi opinión. ¿Fue, pues, Rodríguez Zapatero el mejor presidente de la historia de España? Seguramente no, pero no era esa la pregunta que intentábamos resolver desde el comienzo. Sin duda, tampoco fue el peor.