22.4.14

¿Vienen de Bruselas todas nuestras leyes?

Cartel del UKIP para las elecciones europeas de mayo


Seguro que tú también lo has oído, querido lector. Es un meme que se repite machaconamente, incluso por europarlamentarios o por expertos en Derecho de la Unión Europea. A veces varía un poco la cifra —el rango oscila entre el 70% y el 85%— pero la idea es la misma: en Bruselas se produce la mayor parte de las normas que, de un modo u otro, acaban en los Estados miembros. Se retrata a la Unión como un «mastodonte legislativo» pero, ¿qué hay de cierto en ello?


POR QUÉ LA UE NO HACE LA MAYORÍA DE NUESTRAS NORMAS

Para entender por qué esas cifras tan repetidas están absolutamente infladas ha de tenerse en cuenta, como en casi todo, la naturaleza de las cosas.

La Unión Europea es, en su naturaleza, una organización internacional. Es cierto que es una organización internacional muy particular, podríamos decir que casi única en su especie, pero eso es lo que sigue siendo, al fin y al cabo. Y esa cuestión es tremendamente significativa en el tema que estamos tratando. Porque mientras los Estados poseen virtualmente poder en todas las materias, las organizaciones internacionales carecen de poderes innatos. Es decir, mientras que la ley nacional, en palabras de un famoso aforismo inglés, «todo lo puede, salvo convertir a un hombre en mujer», una organización internacional únicamente puede hacer aquello que sus fundadores, los Estados, le permiten hacer. En el caso de la Unión Europea esto se traduce en el llamado principio de atribución de competencias, en virtud del cual la Unión solo puede producir normas en aquellas materias que sus Estados miembros le hayan cedido en los Tratados. Esas competencias, además, son de muy diversa naturaleza. Las competencias exclusivas son aquellas en las que solo la Unión puede legislar válidamente, en las compartidas los Estados pueden intervenir en todo aquello que la Unión no haya legislado, mientras que en las de apoyo, ambos —Estados y Unión— pueden producir normas.

Sin embargo, en conjunto las competencias cedidas a la Unión Europea son muy escasas, y las exclusivas son las más escasas de todas —el Tratado de Funcionamiento enumera únicamente cinco competencias exclusivas—, mientras que «toda competencia no atribuida a la Unión en los Tratados corresponde a los Estados miembros».

Otro detalle importante es que, al aprobar normas, la Unión Europea ha de respetar los llamados «principios de subsidiariedad y proporcionalidad». Surgidos del federalismo alemán y austriaco, ambos principios implican que la Unión Europea solo debe legislar en la medida en que su acción sea necesaria, y solo hasta donde sea necesaria. En otras palabras, la Unión tiene prohibido actuar si la acción a nivel de los Estados es suficiente para alcanzar los objetivos buscados. En la elaboración de toda norma la Comisión ha de justificar adecuadamente que ambos principios han sido respetados.

En resumen, la misma naturaleza de la Unión Europea ya nos indica que es imposible que la gran mayoría de las normas que aquí se aplican vengan de Bruselas.


EL PORCENTAJE REAL

Así pues, si no es el 75%, ¿cuál es el porcentaje real? La respuesta corta es: nadie lo sabe. Sin embargo, a mi no me gusta quedarme con la respuesta corta, así que vamos a intentar profundizar un poco más.

En primer lugar, ha de tenerse en cuenta que es extraordinariamente difícil realizar un cálculo certero sobre el impacto de las normas europeas en la legislación nacional. Esto se debe a una pluralidad de factores. Para empezar, las competencias de la Unión son muy distintas, y unas dejan una hueya mucho mayor que otras: un mero análisis numérico no refleja toda la verdad. Por otro lado, también la naturaleza de las normas es significativa. Mientras que los Reglamentos son directamente aplicables en cada Estado miembro, las Directivas deben ser transpuestas mediante normas nacionales. No obstante, esa no es toda la historia. Para la incorporación de algunas Directivas podría bastar una simple norma administrativa, mientras que otras requieren que se aprueben o modifiquen centenares de leyes del Parlamento. Por su parte, aunque los Reglamentos sean en principio aplicables en todos los Estados miembros, en la práctica eso depende mucho del Reglamento y del Estado miembro en cuestión (es muy improbable que el Reglamento 1198/2006, relativo al Fondo Europeo de Pesca, vaya a aplicarse a menudo en Chequia, que no tiene salida al mar).

En cualquier caso, hay quienes, a pesar de las dificultades, se han liado la manta a la cabeza y se han puesto a hacer cuentas. Así, en 2010 la Biblioteca de la Cámara de los Comunes del Reino Unido realizó un profundo estudio sobre esta cuestión. Su —no tan— sorprendente conclusión: solo un 15% de las leyes británicas se originan en la Unión Europea. El estudio cita asimismo otros realizados en distintos Estados miembros. Algunos de los resultados son más o menos así:

Alemania: 38,6%
Austria: 42,5%
Dinamarca: 14,2%
Francia: 38%

Las diferencias que se aprecian entre países como Dinamarca o Reino Unido y Alemania o Francia son poco sorprendentes y es otro factor a tener en cuenta. Los primeros, tradicionalmente euroescépticos, han negociado numerosas cláusulas opt-out, por lo que muchas de las políticas de la Unión Europea no son de aplicación a daneses o británicos.

Hasta donde yo sé, no se ha realizado un estudio semejante en España, por lo que no podemos dar una cifra definitiva. La verdad probablemente esté en algún lugar en medio de esas cantidades (entre el 20% y el 50%). Una cosa es segura: hablar del 75% o del 80% es pura fantasía. Así que, ¿de dónde salió esa cifra mágica?


EL ORIGEN DEL MITO

En 1988, el famoso presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, vaticinó que, en diez años —o sea, en torno a 1998—, el 80% de la legislación económica y quizá también la fiscal y social provendrían de Europa. Aunque no era más que una predicción aventurada, la cifra echó a volar y se convirtió prontamente en un diagnóstico «real» sobre la situación; sin base alguna, por supuesto.

El uso más interesado y populista de esta exageración es el que proviene de los euroescépticos. Los políticos de esos partidos utilizan la cifra mágica para demonizar el impacto europeo, afirmando que la Unión Europea es un monstruo burocrático que se ha tragado la soberanía nacional, sin que tal deglución se haya visto compensada con un incremento de la calidad democrática de las instituciones comunitarias.

El caso paradigmático es el del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés), cuyo colorido cartel de campaña electoral ilustra esta entrada. Su argumento es, si cabe, más esquizofrénico. El 75% del que hablan proviene, al parecer, de una frase pronunciada por el que era Presidente del Parlamento Europeo, Hans-Gert Pottering (2007-2009): 
«Si no fuéramos tan influyentes, no seríamos el legislador del 75% de todas las leyes en Europa».
Sin embargo, a lo que se refería Pottering en realidad era a que el Parlamento Europeo colegislaba en el 75% de las normas aprobadas por la Unión Europea (y no en la Unión Europea). Por tanto, ese 75% no decía nada sobre cuántas normas comunitarias acaban traduciéndose en normas nacionales. Por supuesto, es de suponer que un pequeño detalle como la verdad no vaya a arruinar una mentira tan bonita.


CONCLUSIÓN

Ya lo sabes, querido lector. La próxima vez que lo veas, o lo oigas, sabrás que no es cierto, la Unión Europea no produce el 80%, ni el 70%, ni el 60% de las normas que se te aplican en tu día a día. Es cierto que la Unión Europea produce muchísimas normas —miles cada año—, pero los Estados siguen siendo los campeones imbatibles en lo que a producción de leyes se refiere (un fenómeno que ha dado en llamarse «mototización normativa»).

Hay que tener en cuenta, además, que como decíamos no todos los sectores están igualmente integrados ni influidos por la legislación comunitaria. La cifra del 80% podría ser correcta en determinadas cuestiones, como en agricultura o medio ambiente. Pero en términos absolutos está lejos de ser cierta.

De cualquier manera, cantidad no es igual a calidad. El número total de normas que provienen de Europa nos dice bien poco sobre la influencia real de la integración en nuestro día a día. Aún más importante, muchas leyes europeas tienen un significativo impacto en nuestras vidas y en la de nuestros compatriotas europeos. Es importante recordar esto especialmente ahora, que se acercan las elecciones al Parlamento Europeo, y estará en nuestras manos decidir gran parte de nuestro futuro, al menos para los próximos cinco años. Pero eso da para otra historia.


Otro mito que se cae.

PARA SABER MÁS:

House of Commons Library, How much legislation comes from Europe?



14.3.14

Ciudadanía de la Unión y la posible secesión de Cataluña



I.    INTRODUCCIÓN

En los últimos tiempos se ha escrito y conjeturado muchos sobre las posibles consecuencias que tendría la separación de una parte de un Estado miembro para ese territorio y para sus ciudadanos. Los casos de Cataluña en España y Escocia en el Reino Unido, en particular, han puesto en el punto de mira jurídico los posibles efectos de tal secesión. El hecho de que los Tratados no contemplen expresis verbis esta posibilidad ha engendrado numerosos diagnósticos sobre el modo en que la Unión Europea debería hacer frente a una posibilidad que podría volverse más probable con cada nueva andanada de los independentistas.

Nuestra intención es precisamente elucidar cual sería el impacto jurídico de un territorio que, ya de forma unilateral, ya de manera negociada, se transformara por la vía de la independencia en un nuevo Estado europeo —desde el punto de vista geográfico—. Lo haremos centrándonos especialmente en la cuestión que para nosotros reviste mayor interés, esto es, la trascendencia de este escenario teórico en el estatuto de la ciudadanía de la Unión Europea.


II.    LA SECESIÓN Y LA PERMANENCIA EN LA UNIÓN

Desde un punto de vista hermenéutico, la primera cuestión que tenemos que analizar es si el Estado constituido de nueva planta tras la secesión seguiría permaneciendo o no dentro de la Unión. Esto se debe a que si la respuesta a esta pregunta es afirmativa el debate acabaría prontamente: no cabría duda entonces de que los nacionales del nuevo Estado miembro continuarían siendo ciudadanos de la Unión Europea, en virtud del artículo 20 del Tratado de Funcionamiento (en adelante, TFUE).

Y no son pocos los que, desde el ámbito nacionalista, han visto como una opción jurídicamente viable que se produzca lo que han dado en llamar una «ampliación interna de la Unión Europea». Expresión que significa lisamente que el territorio reconstituido en país independiente se convierta en Estado miembro de manera pura y simple, sin reforma de los Tratados constitutivos.

En apoyo de esta vía se citan algunos ejemplos a modo de precedente. Así, se recuerda cómo en 1979 el Jura se separó del cantón helvético de Berna para formar un cantón independiente, que se integró en la organización territorial de Suiza. También es ampliamente recordada la famosa sentencia del Tribunal Supremo canadiense, en virtud de la cuál ese alto órgano jurisdiccional determinó que, si bien Quebec no tenía ningún derecho a proclamar su independencia unilateralmente, la secesión podía ser acode a la Constitución canadiense, y el gobierno federal y el provincial tenían la obligación de negociar, siempre que hubiera una clara mayoría a favor de la secesión, expresada en un referéndum que planteara una pregunta clara. El gobierno federal aprobó, al efecto, una Ley de Claridad, que establecía quién debía apreciar la existencia de una clara mayoría y de una pregunta clara (la Cámara de los Comunes).

Se trata, desde nuestro punto de vista, de una opción más bien ingenua. Hay que empezar recordando la naturaleza jurídica de la propia Unión Europea. La Unión ni es un Estado federal ni confederal ni, lo que es más importante, pretende serlo. Se trata de una organización internacional y, en consecuencia, es a la práctica de las organizaciones internacionales donde hay que mirar.

La práctica en este sentido ha sido siempre uniforme, en Naciones Unidas, exigiéndose al nuevo Estado que solicite su admisión como miembro nuevo, sin perjuicio de la calidad de miembro del Estado predecesor. Así ocurrió con Pakistán respecto a India, Singapur respecto a Malasia o Bangladés respecto a Pakistán.

La adhesión de Cataluña no podría producirse pura y simplemente aunque solo fuera —y no solo es por eso— porque de ella se derivarían importantes obstáculos prácticos. Habría que arbitrar, por ejemplo, los mecanismos necesarios para permitir su participación en las instituciones de la Unión: composición del Parlamento Europeo, del Banco Central Europeo, la existencia de un juez en el Tribunal de Justicia, inter alia. Además, habría que modificar el Tratado para incluir al nuevo Estado en el ámbito de aplicación del mismo (art. 52 del TUE), incluir el catalán entre las lenguas oficiales (art. 55.1 del TUE), etc.
Esta es la postura, además, que ha expresado en repetidas ocasiones la «guardiana de los Tratados», la Comisión Europea. Ya en el año 2004, contestando a una pregunta de la europarlamentaria galesa Eluned Morgan sobre las consecuencias de la independencia para una región de un Estado miembro, el que era a la sazón presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, afirmó:
Cuando una parte del territorio de un Estado miembro deja de formar parte de ese Estado, por ejemplo porque se convierte en un Estado independiente, los tratados dejarán de aplicarse a este Estado. En otras palabras, una nueva región independiente, por el hecho de su independencia, se convertirá en un tercer Estado en relación a la Unión y, desde el día de su independencia, los tratados ya no serán de aplicación en su territorio.
Esta respuesta se ha repetido siempre que la misma cuestión se le ha formulado a las instituciones comunitarias. Así lo hizo la Vicepresidenta Viviane Reding, en respuesta a una carta remitida por el Secretario de Estado español para la Unión Europea, Íñigo Méndez de Vigo. También los actuales presidentes de la Comisión Europea, Durão Barroso, y del Consejo Europeo, Van Rompuy, han expresado que una territorio que se independizara de un Estado miembro se convertiría inmediatamente en un Estado tercero.

Pia Ahrenkilde, portavoz de la Comisión Europea, es una de las que ha
confirmado que una Cataluña independiente quedaría fuera de la Unión
En tal caso, el Estado nuevo deberá solicitar su entrada en la Unión Europea de acuerdo al procedimiento establecido en el Tratado de la Unión Europea (artículo 49) y cumplir los criterios de elegibilidad adoptados por el Consejo Europeo de Copenhague de 1993 y de Madrid de 1995. Tal y como establece el Derecho originario, el Estado candidato a la adhesión deberá recibir el asentimiento de los Estados ya miembros, por unanimidad. Cualquiera de ellos puede, en consecuencia, bloquear sine die la participación del Estado de nuevo cuño.


III.    EL IMPACTO EN EL ESTATUTO DE CIUDADANÍA

Las implicaciones que tendría la secesión de un territorio de un Estado miembro de la Unión Europea sobre el estatuto de ciudadanía que esta consagra en sus Tratados variaría ampliamente según la modalidad de acceso a esa posible y futura independencia.

Sin embargo, por cuestiones metodológicas, conviene comenzar recordando que, de acuerdo al  Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, «la ciudadanía de la Unión se añade a la ciudadanía nacional sin sustituirla» (art. 20.1 in fine). Es decir, los ciudadanos europeos no lo son ipso iure o por ministerio del Derecho de la Unión. Por el contrario, el hecho de que sea la nacionalidad de un Estado miembro la que determine la existencia, también, de la ciudadanía europea, nos conduce ineludiblemente al ordenamiento jurídico nacional de cada uno de los socios comunitarios. Efectivamente, el vínculo jurídico que existe entre un Estado y sus habitantes que es la nacionalidad es un ámbito nuclear de la soberanía, por lo que corresponde únicamente a aquel determinar, conforme a sus normas internas, los requisitos, modalidades y formas de concesión de la nacionalidad.

Ahora bien, la creación del estatuto de ciudadanía hace que la Unión Europea no pueda ser indiferente al hecho jurídico que constituye el que una persona ostente la nacionalidad de un Estado miembro. Y eso es fruto de que, anejo a la condición de ciudadano de la Unión, viene una serie de derechos cuyo ejercicio puede ser reivindicado ante los órganos jurisdiccionales. Así, el Tribunal de Justicia dejó sentado en el asunto Rottman que la revocación de la nacionalidad a una persona cae, «por su propia naturaleza», dentro del ámbito del Derecho de la Unión, si tal revocación implica también la pérdida de la ciudadanía comunitaria. Consecuentemente, los Estados deben ejercer sus competencias en materia de nacionalidad respetando el Derecho de la Unión.

Cabe, por tanto, imaginar al menos dos posibles escenarios a este respecto. En el primero, la independencia del territorio de un Estado miembro se realizaría de forma pacífica y negociada con gobierno central. El segundo, mucho más traumático, sería el de una declaración de independencia unilateral por parte del ente. En cualquiera de los dos casos no cambiaría el hecho, según hemos visto arriba, de que la independencia implicaría per se la salida del territorio de la Unión. Pero un acuerdo negociado entre los dos Estados resultantes podría llevar aparejada, como uno de los frutos de la negociación, la concesión de la doble nacionalidad a los ciudadanos del nuevo país, o a al menos aquellos que decidan conservar la anterior. En tal caso la respuesta sigue siendo clara: la nacionalidad de un Estado miembro seguiría conllevando el estatuto de ciudadano de la Unión Europea.

Se trata, no obstante, de una opción no exenta de problemas. En el caso de Cataluña, por ejemplo, los beneficiarios de la doble nacionalidad votarían al Parlamento Europeo como españoles y no como catalanes, carecerían de un representante propio en el Consejo Europeo y en el Consejo, y no habría un nacional catalán en la Comisión o en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, distinto del español. Esta situación perduraría hasta que, eventualmente, el nuevo Estado accediera a la Unión Europea.

Mucho más problemática sería, sin duda, la situación resultante de una declaración unilateral de independencia. El Tribunal Internacional de Justicia ya determinó que semejante actuación no contraviene el Derecho internacional. Pero a nadie se le escapa que tal escenario produciría un contencioso mucho más complicado de solucionar, donde los habitantes del territorio recién independizado padecerían una situación jurídica claudicante, que no resultaría clara hasta que pudiera determinarse finalmente, y de acuerdo al Derecho internacional, el estatuto definitivo del nuevo territorio.

No hay antecedentes claros, dentro del territorio europeo, de casos de secesión de un Estado miembro relevantes para nuestro estudio. Los casos de Groenlandia, las Islas Comoras o Argelia constituyen difícilmente un precedente oportuno. Groenlandia se desvinculó de las Comunidades Europeas en 1985, pero no de Dinamarca. Las Islas Comoras, a excepción de la Mayotte, declararon su independencia de Francia en 1975. Argelia se separó del territorio metropolitano francés en 1962, tras los acuerdos de Evián. El incidente groenlandés no supuso la separación de su Estado matriz, Dinamarca, sino únicamente la excepción de la mayor parte de las disposiciones de los Tratados para los groenlandeses. En los casos de las Comoras y Argelia es incluso más evidente: los territorios resultantes no eran «Estados europeos» y no podían, por tanto, ni siquiera solicitar su reentrada en la Comunidad.

Un argumento esgrimido por los nacionalistas escoceses es que, al haber adquirido la ciudadanía europea, no se les podrá privar de ese estatuto, aun cuando Escocia se separara del Reino Unido. Se trataría de una suerte de derechos adquiridos que, por tanto ya no podrían revocarse.

En nuestra opinión, tal posición no puede defenderse jurídicamente. Como hemos visto repetidamente, el estatuto de ciudadanía europea no existe en el vacío ni de manera autónoma, sino que es la consecuencia de un acto de Derecho interno: la concesión a una persona de la nacionalidad de un Estado miembro. Si los habitantes de un territorio deciden, por su propia voluntad, renunciar a la nacionalidad del Estado al que pertenecían, por ejemplo votando por la independencia de su región, tal decisión llevaría inescindiblemente unida la consecuencia de la pérdida, también, de la ciudadanía europea.


IV.    A MODO DE CONCLUSIÓN

Como resultado de nuestra investigación podemos llegar ya a una serie de conclusiones respecto a cuál sería el resultado final si llega a materializarse la secesión de un territorio de un Estado miembro.

En primer lugar, según hemos visto, es difícilmente discutible que la secesión tendría como consecuencia ineludible que el nuevo Estado se convertiría, por el hecho de su independencia, en un ente ajeno a la Unión Europea. Los derechos y prerrogativas que hubieran derivado de su pertenencia a la misma, por tanto, cesarían desde el día de su independencia.

Esta conclusión general no se ve sustancialmente alterada si nos centramos en la cuestión del estatuto de ciudadanía. La separación, si conllevara también la desnaturalización del Estado matriz, supondría ipso iure la pérdida de la ciudadanía de la Unión Europea.

Cuestión distinta, evidentemente, es que el Estado original decidiera, en aplicación de su normativa interna, permitir a los habitantes del Estado nuevo conservar su antigua nacionalidad. En cuyo caso, la aplicación de la letra del art. 20 del TFUE implicaría que se conservaran los derechos de ciudadanía para los así beneficiarios de una doble nacionalidad.

Finalmente, quisiera terminar este trabajo con una reflexión menos jurídica. Y es expresar mi confianza en que el conflicto nacionalista pueda resolverse negociadamente, en el entendido de que va en interés de todos —también de los catalanes— que Cataluña desee permanecer y permanezca tanto dentro de España como de la Unión Europea. En palabras de Joseph Weiler:

Espero que no llegue a ocurrir, pero el único mérito de un referéndum catalán sería permitir a los catalanes tener el buen juicio de rechazar enérgicamente la propuesta. Si se produce el referéndum, todos los europeos deben esperar que eso será lo que harán. Pero si no lo hacen... bien, deseémosles bon voyage en su destino separatista.



PARA SABER MÁS:
Andaluz, H., «El Derecho de la sucesión de Estados», Revista de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche. Volumen I, n.º 2, marzo 2007, pp. 258-293.
Breda, V., «La devolution de Escocia y el referéndum de 2014: ¿cuáles son las repercusiones potenciales para España», Teoría y Realidad Constitucional, n.º 31, 2013, pp. 151 a 136
Mangas Martín A., «La secesión de territorios en un Estado miembro: efectos en el Derecho de la Unión Europea», Revista de Derecho de la Unión Europea, n.º 25, julio-diciembre de 2013, pp. 47 a 68.
Medina Ortega, M., «Los ciudadanos europeos y la secesión de territorios en la Unión Europea», Revista de Derecho de la Unión Europea, n.º 25, julio-diciembre de 2013, pp. 69 a 86.
Ruipérez Alamillo, J., «La nueva reivindicación de la secesión de Cataluña en el contexto normativo de la Constitución española de 1978 y el Tratado de Lisboa», Teoría y Realidad Constitucional, n.º 31, 2013, pp. 151 a 136